Érase una vez un lobo

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El cuento de Juan y el lobo. El niño que pastoreaba ovejas y que un buen día en su aburrimiento y su deseo por alcanzar lo que para él era importante en ese momento (atención) decidió mentir.

¿Qué es importante para ti?



Sigo, Juan se fue a la colina y esa mañana se le ocurrió una “brillante” idea. Así que, teniendo bajo su custodia parte del sustento de la aldea con aquel copioso rebaño, decidió alertar a todos del riesgo que se corría.

-Viene el lobo, gritaba

Los aldeanos asustados subieron a ayudarle, pero el lobo no estaba. Una segunda vez, ocurrió lo mismo. Juan se reía a carcajadas de saber cómo lograba obtener atención de una manera tan sencilla y divertida para él.

Varias veces los aldeanos acudieron al rescate para darse cuenta que Juan solo estaba mintiendo o jugando. Hasta que sucedió lo terrible. Todos sabemos que Juan gritó y gritó por ayuda para que no se devoraran las ovejas, pero esta vez nadie acudió. Había perdido la confianza y su vida. La aldea, su sustento por un buen tiempo. En esta ocasión de tanto llamar el lobo, este vino. -cómo en la vida misma- tanto se piensa y se decreta algo hasta que sucede.

Claro, es que el universo responde sin estigmatizar o clasificar si los deseos que le lanzamos son convenientes o no. Pero, a reflexión también podríamos plantear la cuestión, ¿cuántos Juanes tenemos en nuestras vidas? Personas que resguardan algo valioso de nosotros -y no necesariamente material- pero no le valoramos ni atendemos lo suficiente.

¿Cuántos de nosotros por atención o cualquier otra necesidad perdemos nuestro intrínseco Valor? Valor con mayúscula, porque es la esencia misma la que se esfuma en aras de satisfacer el vacío.


Es cuestión de sincerarse con uno mismo en cuanto a lo que realmente deseo. Por ejemplo: es dinero o aprobación externa. Una casa enorme o comodidad y estética, un novio o sentirse amado. Desde la honestidad con nosotros mismos podemos ser honestos con otros también.

¿Cuál es tu lobo?


En el 2000 me encontraba dando clases en los salones de la escuela estatal. Recuerdo que era un grupo de 6to. grado. Y alguien del salón había hurtado el equipo portátil en el que se colocaba la música para trabajar más concentrados.

Les explicaba que, en unos años eso ya no sucedería con facilidad. Que los engaños de decir a otros que estábamos en un sitio cuando en realidad estábamos en otro. Al igual que hurtar o cometer delitos mayores, serían acciones que quedarían expuestas en muy poco tiempo gracias a la tecnología.

Aquellos prepúberes miraban con expectación casi incrédulos de lo que escuchaban. Las madres ya no serían engañadas fácilmente por sus adolescentes y su ubicación. Las parejas serían descubiertas en su infidelidad. Los que cometieran delitos serían apartados de la sociedad. Hoy 19 años después sabemos que con una foto, un voice o una aplicación puede quedar desmontado rápidamente cualquier acto reprochable.

Las sociedades avanzan, evolucionan. No solo a nivel material o cultural. También emocional y espiritualmente. Las comunidades están cada vez más organizadas. Nuestros vecinos y compañeros de colegio, universidad o trabajo pueden hacerse una referencia bastante certera de quiénes somos a través del chat, las redes y nuestra conducta que grita quiénes somos en realidad. Es cuestión de tiempo que el que dañe a otros sea sencillamente apartado por no saber convivir en sana unidad.


Juan realmente puede ser Pedro, María, tú o yo. Y nos sirve de ejemplo para no perdernos en el autoengaño. Se repite la vieja ley darwinista de sobrevivirán solo los más aptos. Solo que esta vez ese proceso adaptativo tendrá poco que ver con lo físico o genético. Más bien tendrá que ver con el desarrollo emocional-espiritual que cada uno se haya cultivado porque en la vida se puede prescindir de muchas cosas, pero sin amor nadie sobrevive.

Ver también ¿Por qué la honestidad te ayuda a crecer?

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